Durkheim (II): Lo sagrado y lo profano

En el artículo anterior de aproximación al pensamiento de Émile Durkheim (1858-1917) decíamos que no debe realizarse lectura materialista o reduccionista de la totalidad su obra. El sociólogo francés dio una importancia notable a los sentimientos inconscientes a la hora de realizar su análisis de la conciencia colectiva, tras constatar que las instituciones morales y sociales se originaban, no en el razonamiento y el cálculo, sino en causas oscuras y motivos que carecen de relación con los efectos que producen y que por ende no pueden explicar[1]. Un ejemplo clásico sería la religión, tema del que trataremos en este apartado.

Dicho esto, debe diferenciarse el concepto propuesto por Durkheim del de inconsciente colectivo, acuñado por el psiquiatra suizo Carl G. Jung que, no obstante, merece una breve comparativa. Durkheim distinguió a lo largo de toda su obra entre conciencia colectiva y conciencia individual. Haría también una distinción similar entre personalidad e individualidad, afirmando que no podían tratarse como meros sinónimos. La personalidad es, paradójicamente, impersonal, puesto que está conformada por elementos supraindividuales que provienen de una fuente exterior; mientras que la individualidad tiene que ver con los rasgos bioquímicos de cada ser humano. La gente percibe el mundo de manera diferente porque en cada persona las representaciones colectivas adoptan distintos matices. Esas representaciones colectivas se hallarían en la conciencia colectiva, y su internalización en los individuos proporciona los rasgos genéricos de la colectividad en la cual vivimos. Es decir, inciden de forma inconsciente en la conciencia individual, e incluso la trascienden, porque forman parte de algo más superior y duradero que ellos mismos: la sociedad. Así pues, dependiendo de la sociedad en la que nos encontremos (recordemos que para Durkheim no existe algo así como una sociedad universal, sino que esta responde a las características y necesidades de los individuos que son parte de ella) variaran las representaciones individuales sobre los fenómenos. Representaciones que le trascienden porque, aunque un individuo muera, la sociedad sigue su curso sin perturbación alguna, de manera que es superior los seres humanos.

Por otra parte, dependiendo de la complejidad del proceso de socialización, que nunca sucede de manera homogénea, los individuos introducen modificaciones en las representaciones colectivas en función de su experiencia vital. Por ejemplo, en el caso que aquí nos atañe, lo sagrado, aunque pueda estar compuesto de elementos más o menos comunes en todas las sociedades, tiene diferentes matices dentro de cada una de ellas, e incluso a nivel individual varía en función de cómo lo experimenta cada cual, si bien es cierto que a lo sagrado como tal le importa bien poco este hecho, ya que forma parte de algo que supera con creces lo individual. Como veremos más adelante, Durkheim confundía, como muchos pensadores de su tiempo, complejidad con superioridad. Ya vimos como Auguste Comte consideraba la sociología como una ciencia superior por ser, a su juicio, la más compleja de todas las ciencias.

Podemos ver una similitud de las representaciones sociales durkheimianas con los arquetipos jungeanos, así como de su incidencia a través del inconsciente. Para Jung, los arquetipos funcionarían de manera similar, como representaciones de lo que llamó la totalidad de la psique, del sí- mismo, que surgirían como símbolos del inconsciente colectivo y se manifestarían cuando la conciencia necesitaba un cierto empuje para realizar tareas que no podía realizar por sí misma. Estaríamos en definitiva frente a las partes de un todo, cuya manifestación aparece vinculada a los símbolos, ritos y mitos presentes en la historia de la humanidad. Para que el proceso de individuación, necesario para que cada ser humano alcance su autorrealización, se produzca, aparecen los arquetipos como las miguitas de pan que es necesario reconocer e interpretar para recorrer el camino que nos lleve a llegar a ser uno mismo. Por ejemplo, un arquetipo relacionado con los ritos arcaicos es el de la iniciación. Todo ser humano ha de pasar por un proceso iniciático que le lleve a participar de lo trascendente, de lo sagrado. Aunque la secularización de la sociedad haya desacralizado y desmitificado esta práctica, todo ser humano atraviesa momentos de crisis existencial y de sufrimiento que servirían de ordalías iniciáticas y que, tras su superación, se aproximaría más a su sí-mismo. La iniciación podría reconocerse en símbolos arquetípicos presentes en los sueños o visiones del inconsciente (representaciones colectivas, en términos durkheimianos) simbolizando el rito de paso a la madurez psicológica, que implicaría dejar atrás la irresponsabilidad infantil.

Nos encontraríamos, pues, ante distintos niveles del inconsciente. Mientras que la conciencia colectiva durkheimiana estaría en un situada en un primer nivel, más próximo a conciencia, el inconsciente colectivo se situaría a una mayor profundidad. Las representaciones colectivas de Durkheim hacen énfasis en la preocupación del sociólogo entre la dicotomía individuo y sociedad, a la cual atribuyó propiedades dinámicas. De la misma manera en la que la sociedad está internalizada en el individuo, el individuo está internalizado en la sociedad. Es decir, el individuo no sólo se compone de una parte social, ajena a su constitución biológica, que es cambiante y variable en función de las diferentes sociedades (si no existe algo así como una sociedad universal, por ende, tampoco una naturaleza humana universal), sino que ese mismo individuo se externaliza e incide en la sociedad, modificándola e introduciendo procesos de cambio. Así pues, la parte social del ser humano, compuesta de toda la historia de la sociedad, la encontraríamos también anclada a un nivel más profundo, de forma que se escapa a todo análisis que parta exclusivamente del intelecto.

En Las formas elementales de la vida religiosa (1912) Durkheim trató de averiguar el origen de las representaciones colectivas, realizando un análisis de aquella que en aquel entonces se consideraba la más antigua de todas las sociedades: la sociedad aborigen australiana. En su estudio de la religión totemista, Durkheim se dio cuenta de que las representaciones simbólicas totémicas eran representaciones de la sociedad en sí misma. Los símbolos totémicos funcionaban como materializaciones del alma social en objetos físicos, animales, plantas o una mezcla entre ambos; y vendrían a servir a la función de cohesión social que el sociólogo atribuyo a la religión. Por ejemplo, cuando las tribus utilizaban la representación de un jaguar en sus ceremonias, lo que hacían era imitar a ese jaguar, de tal forma que el objeto de imitación adquiría un valor mucho más grande que la cosa imitada. Estos ritos se realizaban para, por ejemplo, conseguir mejoras en la caza, de forma que al representar los miembros de la tribu al animal, se convertían en el mismo, consiguiendo sus propósitos. Así pues, según el sociólogo, los dioses no son más que fuerzas colectivas, encarnadas bajo una forma material. La superioridad de los dioses sobre los hombres es la del grupo sobre sus miembros. [2]

¿Ahora bien, de donde viene la dicotomía sagrado-profano presente en la mayoría de los sistemas religiosos?. Teorías como el animismo o el naturismo afirman que tal distinción radica en los fenómenos naturales de orden físico o biológico. Otros han sostenido que su fuente se encuentra en los estados oníricos, donde el alma parece salirse del cuerpo e ingresar en otro mundo que se rige por sus propias leyes. Y, por otras parte, nos encontramos con hipótesis que sugieren que las fuerzas de la naturaleza y las manifestaciones cósmicas son la fuente de lo divino[3].

Desde luego, no es baladí pararse a reflexionar sobre una temática que ha producido tanto rechazo como fascinación a lo largo de la historia de la humanidad. Durkheim lo tenía muy claro: ni el hombre ni la naturaleza incluyen lo sagrado como elemento constitutivo, por lo que para que éste se manifieste, debe existir otra fuente, que para él no podía ser otra que la sociedad. Las reuniones ceremoniales, en contraste con la vida cotidiana, provocaban efervescencia entre los individuos, los cuales perdían la consciencia de sí mismos y se unificaban con la totalidad de la tribu. En definitiva, la fuente del mundo religioso es una forma de interacción social que los individuos perciben como otro mundo, al ser ajena la experiencia individual y rutinaria. La importancia de los rituales gira en torno a este sentido, como una manera de sacralizar lo cotidiano, de separarlo y al mismo tiempo dotar de cohesión a la sociedad al materializar en forma de ritos u objetos aspectos relativos a si misma.

La totalidad del medio social se nos aparece así como si estuviese habitado por fuerzas que, en realidad, existen sólo en nuestra mente. Como vemos, Durkheim atribuye una importancia fundamental a lo simbólico dentro de la vida social, centrando su interés en las relaciones entre la mente y la materia, algo que también obsesionaría a Jung. El significado de los objetos no deriva de sus propiedades inherentes, sino del hecho de que son símbolos de las representaciones colectivas de la sociedad. Las ideas o representaciones mentales son fuerzas que derivan del sentimiento que la colectividad inspira a sus miembros, y dependen siempre de que la colectividad crea en ellos [4]. Encontramos aquí la misma idea de la necesidad de legitimidad sobre las formas sociales para que la sociedad funcione que preconizan los teóricos del consenso social. Las instituciones sociales existen y funcionan de la manera en que lo hacen siempre y cuando se mantenga la creencia en torno a las mismas. Se trataría de la constatación del conocido teorema de Thomas: “si los individuos definen una situación como real, esta será real en sus consecuencias”. El sociólogo Robert K. Merton utilizó el teorema de Thomas para definir lo que llamó profecía autocumplida, analizando los fenómenos que ocurrieron durante el crack del 29. Cuando se corrió el falso rumor de que los bancos se encontraban sin solvencia, todo el mundo corrió a sacar sus depósitos de los mismos, quedándose los bancos, efectivamente en banca rota. Las creencias, en definitiva, son poderosas fuerzas cuya consecuencia puede ser objetiva y tangible, y no sólo relativa al plano subjetivo. Lo falso se torna verdadero, y tiene consecuencias reseñables en el plano de lo real. Es decir, las relaciones entre psique y materia podrían mantener un dinamismo y una reciprocidad mucho mayor de lo que parecería a simple vista.

Jung lo ilustra con su concepto de sincronicidad. Una sincronicidad es un fenómeno que escapa a toda explicación de causa-efecto. Serían sucesos sin aparente relación que ocurren cuando se activa un arquetipo. Es decir, dos sucesos que ocurren de manera simultánea vinculados por el sentido de manera acausal[5]. Nos encontraríamos ante casualidades significativas que el inconsciente hilvana y dota de sentido, de forma que pueda parecer que mantienen una relación similar a la de causa-efecto. Durkheim va a analizar también el origen de la idea de causa, así como de los conceptos de tiempo y espacio que rigen las categorías del pensamiento del ser humano. Para Durkheim no se trata de conceptos que aparecen dados a priori, sino que su origen es social. El ritmo de la vida dio origen a la idea de tiempo, y la distribución ecológica de la tribu, a las primeras nociones de la categoría de espacio. El concepto de causalidad como nexo entre fenómenos respondería a la misma relación. David Hume había señalado que nuestra experiencia sensorial de la naturaleza no puede conducirnos por si sola a la categoría lógica de causa. Percibimos una sucesión de sensaciones, pero nada nos indica que exista una relación causa-efecto entre ellos. Esa relación, según Durkheim, implica la idea de eficacia. Una causa es algo que puede producir un determinado cambio; es el poder que aun no se ha manifestado como fuerza, y uno de sus efectos es la realización de este poder. En las sociedades primitivas esa fuerza era el manawakan u orenda, una fuerza impersonal que podía invocarse si se seguían los ritos apropiados asociados a la magia. Por lo tanto, el hecho de que el intelecto acepte sin discusión la idea de causalidad es producto de un prolongado condicionamiento social, que tiene sus fuentes en el totemismo. Recordemos como la representación de un jaguar en las ceremonias consagradas a la caza se convertía de manera efectiva, en la causa de una buena cacería. Pensar de manera lógica es pensar de un modo impersonal, sub especie aeternitatis [6]. Y si la verdad está íntimamente ligada a la vida colectiva, y asumimos la idea de los arquetipos junguianos como capsulas de esta verdad primitiva que permanece anquilosada en las profundidades del inconsciente, quizás la idea de la sincronicidad pueda tener mucho más peso a la hora de explicar las relaciones causales de lo que apuntarían los estudios clásicos.

De hecho, tanto era el énfasis durkheimiano en el origen social de todas las categorías que rigen el pensamiento humano, que en cierto sentido otorgó a la sociedad el cargo que ocupaba el mismo dios en la religión. Dios es la sociedad reverenciándose a sí misma, y la religión, pues, se funda en la realidad. La sociedad habría hecho del ser humano lo que es, liberándole de las ataduras de la naturaleza animal y convirtiéndole en un ser moral. En definitiva, las creencias religiosas expresan simbólica y metafóricamente realidades sociales, ya que configuran respuestas a determinadas condiciones de la existencia humana. Como afirma el historiador de las religiones Mircea Eliade, ‘religión’ todavía puede ser una palabra útil si tenemos en cuenta que no implica necesariamente la creencia en Dios, dioses o espíritus, sino que se refiere sólo a la experiencia de lo sagrado y, por tanto, se halla relacionada con los conceptos ser, sentido y verdad. Lo sagrado y los elementos que lo configuran no forman parte de un mero simbolismo obsoleto, sino que descubren situaciones existenciales fundamentales que son directamente relevantes para el ser humano actual[7]. Si entendemos el nihilismo desde su raíz etimológica, como ninguna cosa, sin hilo (sin relación, sin nexo)[8], la religión aparecería como una forma de religatio , un hilo conductor que otorga a la existencia un sentido que en la sociedad contemporánea aparece completamente invisibilizado por las fuerzas de la racionalización y la tecnologización de la vida. Una aproximación a lo arcaico, a lo primigenio, se presenta sin duda como fundamental para superar el vacío existencial que parece reinar en nuestras sociedades. Ahora bien, esta (re)vuelta no debe realizarse desde la ingenuidad que supone la idolatría e idealización de las sociedades antiguas, sino desde la comprensión que permiten las ciencias humanas, como una exegesis mitológica y, en definitiva, una investigación de la existencia de las formas simbólicas que han poblado desde tiempos ancestrales el imaginario colectivo de la historia de las sociedades.


[1] Tiryakian, E. (1962) Sociologismo y existencialismo. Buenos Aires: Amorrotou

[2] Ibid..

[3] Ibid..

[4] Mckenna, T (1993) El manjar de los dioses. Barcelona: Paídos.

[5] Jung, C. (2002) El hombre y sus símbolos. Caralt: Barcelona

[6] Tiryakian, E. (1962) Sociologismo y existencialismo. Buenos Aires: Amorrotou

[7] Eliade, M. (2019) La búsqueda. Historia y sentido de las religiones. Kairós: Barcelona

[8] Esquirol, J.M ( 2015) La resistencia íntima. Acantilado: Barcelona

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Pablo Rodrigo Motos

Soy Pablo Rodrigo, autor de la comunidad epoje.es. He estado trabajando en el mundo del tarot durante casi 14 años, y quiero compartir todo lo que he aprendido con los demás.

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