La paradoja de la paradoja de la tolerancia
En su obra La sociedad abierta y sus enemigos, el filósofo austríaco Karl Popper formulaba la famosa paradoja de la tolerancia. El núcleo de la idea puede expresarse del siguiente modo: si toleramos a los intolerantes, estos acabarán imponiéndose con impunidad (o como mínimo, el riesgo de que lo hagan se elevará considerablemente), eliminando como resultado la posibilidad misma de la tolerancia. Es decir, que llevada al extremo, la tolerancia puede ser autodestructiva. En palabras del propio Popper: «La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia… Tenemos por tanto que reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia«[i].
En varias ocasiones, esta idea ha sido empleada para justificar el boicot o el ataque a determinados actos políticos o comunicativos (libros, películas, tuits…) cuyos autores son considerados enemigos de la tolerancia. En este artículo argumentaré que esta paradoja (y el principio correspondiente del derecho a no tolerar la intolerancia), pese a su atractivo, acarrea peligros considerables si no se anda con cuidado. En primer lugar, cabe destacar que muchas veces es utilizada de manera enormemente simplificada, sin atender a las complejidades de su formulación original. Por otra parte, el principio mismo está formulado de un modo altamente abstracto, con una cantidad nada desdeñable de puntos ciegos y huecos a rellenar. Por supuesto, esto no es necesariamente algo negativo, pues garantiza la flexibilidad del principio y permite su aplicación a situaciones novedosas. Pero sí que limita notablemente cuánto podemos apoyarnos en él para justificar nuestros actos. Por último, analizaremos los peligros de apelar a la paradoja de la tolerancia en circunstancias de elevada polarización, en las que podría aumentar la probabilidad de obtener falsos positivos (es decir, de aplicar el principio a un caso al que no debería aplicarse).
Vayamos punto por punto. En mi opinión, la paradoja de la tolerancia es más compleja de lo que normalmente se asume. Tomemos como ejemplo esta viñeta [ii], que ha gozado de una cierta popularidad en las redes sociales. En ella se dice que «por más paradójico que sea, defender la intolerancia exige no tolerar lo intolerante«. Esta interpretación de la paradoja parecería concordar con lo que dice el propio Popper en la cita anteriormente mencionada [iii]. Pero esta es una conclusión demasiado rápida. En primer lugar -, y esto es algo que sí suele mencionarse en algunos casos -, la paradoja de la tolerancia no trata sobre el peligro de la tolerancia en sí sino de la tolerancia ilimitada. Es decir, de la tolerancia excesiva. Esto podría parecer trivial, pero no es así: del hecho de que la tolerancia ilimitada o excesiva sea potencialmente autodestructiva no se sigue que no podamos (o debamos) tolerar algún grado de intolerancia. Que pueda llegar a haber demasiada tolerancia con los intolerantes no implica que todo grado de intolerancia con el intolerante sea aceptable. De hecho, Popper era plenamente consciente de esto cuando escribía, en el mismo párrafo, que su planteamiento no implica «que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas, mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su opinión sería, por cierto, poco prudente«. En otras palabras, que el conjunto de prácticas y opiniones que estamos autorizados (o incluso obligados) a no tolerar podría no coincidir con el conjunto de opiniones y prácticas intolerantes.
Así pues, dado que el mero hecho de que una visión sea intolerante podría ser no ser suficiente como para autorizar su prohibición, todo dependerá de si la intolerancia sobrepasa o no un determinado listón. Ahora bien, para esta tarea el principio no nos sirve de mucha ayuda: en situaciones concretas, dónde deba situarse el listón y qué opiniones y prácticas lo trasgreden, se determinará a través de un proceso de argumentación adicional; no puede derivarse claramente del propio principio. Este sólo nos ofrece un marco abstracto dentro del cual discutir cuestiones importantes para los habitantes de las democracias liberales. Pero no nos proporciona (y es bueno que no lo haga) los suficientes detalles para determinar si debe aplicarse o no en un caso concreto. Esto es, la paradoja de la tolerancia solo nos dice que hay una cantidad excesiva de tolerancia con la intolerancia, pero no cómo establecer los límites.
Frente a esto, alguien podría sostener que no deberíamos tolerar absolutamente ninguna manifestación de intolerancia, pues de lo contrario seríamos incapaces de evitar el eventual colapso de la tolerancia. Esto sería, pues, una versión de lo que usualmente se conoce como un argumento de pendiente resbaladiza: si permitimos X, entonces será imposible evitar Y (o, en una versión más débil, hacerlo será lo suficientemente difícil como para justificar la prohibición de X ahora que aún podemos). Como afirmaba un cartel republicano durante la Guerra Civil Española: «Si toleras esto, tus hijos serán los siguientes». El problema de este tipo de argumentos es que, sin más añadidos, no son en absoluto obvios. Es cierto que hay casos en los que el riesgo que genera una acción puede ser lo suficientemente elevado como para no permitirla. Ahora bien, esto no puede ser sólo el resultado de una vaga sensación de peligro. Consideremos el caso de los insultos. Estos, en muchas ocasiones, son la expresión de actitudes intolerantes. Sin embargo, de ello no parece seguirse que tengamos que prohibirlos completamente, so peligro de caer en una pendiente resbaladiza. Por supuesto, en algunos casos esta situación podría darse. Pero esto es perfectamente compatible con mi punto anterior, que se limita a señalar que si la paradoja de la tolerancia (y el principio correspondiente) se aplica a una situación concreta no puede derivarse exclusivamente de los requisitos abstractos que esta establece.
Otro ámbito en el que la paradoja de la tolerancia infradetermina nuestras obligaciones tiene que ver con la forma en que podemos ser intolerantes frente a los intolerantes. De nuevo, el principio en cuestión no establece los detalles acerca de las formas adecuadas para responder a los diferentes tipos de intolerancia en los diferentes contextos. Por ejemplo, en algunos casos la única acción justificada podría ser que el Estado no les proporcione canales públicos de comunicación. En otros casos, habrá que contemplar su prohibición. Y aún en otros casos los civiles podríamos tener un derecho (independientemente de lo que haga el Estado) a intentar frenar las actitudes intolerantes por la fuerza. Pero, como ocurría en el caso anterior, esto no podrá determinarse apelando únicamente a la paradoja de la tolerancia.
Un último peligro de la paradoja de la tolerancia es que para que esta pueda aplicarse no basta con que creamos que los miembros de un grupo son intolerantes, sino que es necesario que estos sean efectivamente intolerantes, algo que, en contra de lo que también parece creerse, no es tan sencillo. Cuando el escritor Salman Rushdie fue amenazado de muerte por radicales islamistas tras la publicación de Los versos satánicos, estos podrían haber argumentado que lo único que estaban haciendo era reaccionar de un modo intolerante a lo que ellos percibían como una intolerancia previa. Sin embargo, esta formulación vende demasiado baratas las ideas de tolerancia e intolerancia, permitiendo la proliferación de lo que podríamos llamar falsos positivos. Este punto es bastante importante para el debate político actual. Por ejemplo, en mayo de 2018 un grupo de independentistas catalanes boicoteaban un acto de la entidad civil Sociedad Civil Catalana [v] sobre Cervantes al grito de «Al fascismo se le combate». Su argumento central era que Sociedad Civil Catalana es una entidad fascista, o por lo menos afín al mismo. Por lo tanto, – seguía el argumento – es una entidad intolerante, indigna de ser tolerada. Añadiendo un poco más de contenido, hubo quienes aludieron a la paradoja de la tolerancia para justificar la acción: si Sociedad Civil Catalana es una entidad intolerante, y las sociedades tolerantes tienen el derecho (o incluso el deber) de defenderse de la intolerancia, entonces el boicot estaba más que justificado. De hecho, podría ser incluso un deber. Ahora bien, aquí hay dos preocupaciones distintas. La primera, ya anteriormente tratada, es la siguiente: supongamos que Sociedad Civil Catalana es una entidad fascista (o filo-fascista), ¿qué se seguiría de esto? ¿Supone un peligro lo suficientemente grande? ¿Justifica este peligro la acción que se llevó a cabo? Pero la pregunta más importante es: ¿es Sociedad Civil Catalana realmente una entidad fascista? Porque si resulta que, después de todo, no lo es, el argumento a favor del boicot se vendría abajo completamente.
Como creo que el ejemplo muestra, esta no es una preocupación irrelevante. De ella depende que una protesta pueda calificarse como una acción defensiva potencialmente justificada o como una demostración de un autoritarismo descerebrado (irónicamente, situando a los protestantes en el lado opuesto de la paradoja de la tolerancia). Esto sugiere que para poder aplicar el principio popperiano, deberíamos estar seguros de haber identificado correctamente un caso de intolerancia. Es decir, nuestras acusaciones deben estar epistémicamente justificadas. Determinar lo anterior con precisión es imposible, pero una posible regla heurística para navegar entre la incertidumbre podría ser la siguiente: desconfiemos de aquellas atribuciones de intolerancia que sólo compartamos con los miembros de grupos a los que pertenecemos. Si solo los que pensamos de forma muy similar sentimos que X es algo intolerable, tal vez debamos revisar nuestros juicios.
Los científicos sociales tienen bastante estudiado el fenómeno de la polarización de grupo, que consiste en la tendencia entre los miembros de un grupo relativamente homogéneo a adoptar versiones más extremas de sus posturas iniciales [vi]. Cuando quienes piensan del mismo modo debaten y deliberan solo entre ellos, acaban reforzando sus posiciones originarias, adoptando en muchos casos una versión mucho más fuerte de las mismas – por ejemplo, acusar a un rival político de «fascista» (o ya que estamos, de traidor o golpista. No piense el lector que los epítetos cariñosos solo los vamos a encontrar en un bando). Si esto es así, entonces se sigue que en contextos de elevada polarización, las apelaciones a la paradoja de la tolerancia deberían analizarse muy cuidadosamente. Precisamente porque la discusión acerca de la paradoja de la tolerancia y el principio de no tolerar a la intolerancia son potencialmente útiles, deberíamos aplicarlos crítica y rigurosamente, minimizando en la medida de lo posible el riesgo de falsos positivos. De lo contrario, la paradoja de la intolerancia se convertiría, irónicamente, en un peligro para la tolerancia.
[i] Popper, Karl. 2010 [1945]. La sociedad abierta y sus enemigos. Barcelona: Paidós, 585.
[ii]http://pictoline.com/8589-hasta-donde-llega-la-tolerancia-debemos-tolerar-lo-intoleranteuna-respuesta-necesaria-del-filosofo-karl-popper-%F0%9F%91%87/
[iii] Probablemente una de las causas del malentendido se debe al modo en que el propio Popper alterna entre una formulación más tajante de la paradoja y otra más matizada.
[iv] Algo que parece seguirse de esta discusión es que si la intolerancia de los intolerantes admite grados, también lo hace la intolerancia que podemos legítimamente ejercer los tolerantes. Esto permite una interpretación aún más compleja en la que, por ejemplo, siempre podríamos tener el derecho a ser intolerantes (en un nivel muy bajo de intolerancia) frente a los intolerantes, pero que nuestra intolerancia sólo podría incrementarse de un modo proporcional a la suya. Es decir, que aunque siempre tendríamos derecho a mandar a un intolerante al cuerno (o a otro lugar algo más maloliente), si además estaríamos justificados en utilizar la fuerza o la prohibición legal sí dependería del nivel de ofensa y el riesgo de la intolerancia.
[v] https://elpais.com/ccaa/2018/06/07/catalunya/1528394965_376410.html.
[vi] Una introducción interesante a este fenómeno puede encontrarse en el artículo seminal de Cass Sunstein «The Law of Group Polarization», publicado en 2002 en el Journal of Political Philosophy 10(2): 175-195.
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