La prostitución en Roma: un acercamiento a su consideración social
El oficio de prostituta ha sido denigrado durante las diversas épocas históricas. La sociedad romana no era distinta teniendo a la prostituta en muy baja consideración. No obstante, y como se dice aún hoy en día, se entendía como un bien social necesario para alejar a los hombres de ciertos vicios, tal y como expusieron numerosos autores clásicos:
“Nadie dice no, ni te impide que compres lo que está en venta, si tienes dinero. Nadie prohíbe a nadie que vaya por una calle pública. Haz el amor con quien quieras, mientras te asegures de no meterte en caminos particulares. Me refiero a que te mantengas alejado de las mujeres casadas, viudas, vírgenes y hombres y éfebos hijos de ciudadanos.” (Plauto, Curculio, v. 32-37.)
Además, a esta pragmática visión, contribuyó el hecho de que los romanos despojaran a la prostitución de cualquier componente religioso que pudiera tener en otras culturas, como las del Próximo Oriente (pues no hay más que recordar la prostitución sagrada ejercida en los templos por las sacerdotisas-prostitutas)[1].
Así pues, la prostitución quedó definida como una actividad económica más (aun cuando a veces no fuesen las propias meretrices quienes se quedasen con las ganancias sino sus proxenetas). No obstante, lo extendido de la práctica no evitó que se despreciara a la prostituta por el hecho de comerciar con su cuerpo que, según se entendía entonces, debían consagrarse a la maternidad y no prestarse a distintos hombres. Así pues, y precisamente para controlar la riqueza generada por las meretrices, surgieron diversas reglamentaciones que impusieron tasas a los burdeles, de tal forma que el Estado se benefició directamente de su trabajo. Para recoger los ingresos de la prostitución, los ediles elaboraron un censo que les permitió crear un registro de burdeles que facilitase la recogida de las tasas. No obstante, llevar esa contabilidad debió resultar muy difícil dada la existencia de rameras callejeras[2]:
“Estableció un impuesto fijo sobre todos los comestibles que se vendían en Roma; exigió de los litigantes, dondequiera que se juzgase un pleito, la cuadragésima parte de la cantidad en litigio, y estableció penas contra aquellos a quienes se comprobara que habían transigido o desistido de sus pretensiones; a los mozos de carga se los gravó con el octavo de su ganancia diaria, a las prostitutas con el precio de uno de sus actos, añadiendo a este artículo de la ley, que igual cantidad se exigiría de todos aquellos hombres y mujeres que vivían de la prostitución; hasta al matrimonio le señaló impuesto.” (Suetonio, Calígula, 40.)
Pese a todo, en la sociedad romana lo que mejor caracterizaba a este oficio era la infamia, una consideración que compartían con gladiadores y los actores, entre otros, y que los convertía en sujetos con poco o ningún valor moral, ya que quién ejercía la prostitución carecía de toda dignidad, precisamente por el hecho de venderse por dinero[3], en vez de dedicarse en exclusividad a la procreación (con la que perpetuar la familia), como sí hacían las demás mujeres decentes[4]. Y, precisamente para diferenciarlas de ellas, las prostitutas no se podían vestir como las matronas -las venerables madres de familia- sino que debían llevar telas transparentes o con colores muy llamativos y las togas de los varones. Asimismo, la entrada a los templos les estaba vetada y podían recibir castigos corporales por la comisión de ciertos delitos especiales[5].
Los lupanares, o fornices, eran edificios fáciles de identificar dentro de una ciudad romana. En su parte exterior, se encontraban decorados con falos de piedra, pintados de rojo para llamar la atención y colocados encima de las aldabas, y con carteles, que indicaban los diferentes servicios que se ofrecían en el local. Asimismo, era bastante frecuente encontrar grafiti – ¡sí, efectivamente, las pintadas callejeras son un fenómeno antiquísimo!- en las paredes del lupanar, con representaciones muy obscenas, que realizaban los clientes o las mismas prostitutas. De hecho, en el burdel de Pompeya se han encontrado diversos textos que nos muestran los servicios que allí se ofrecían: “Soy tuya por dos ases de bronce” o “Lais la chupa por dos ases”. Sin embargo, este tipo de inscripciones no sólo aparecían en el burdel sino que podían encontrarse en distintos lugares de la ciudad, como la Puerta Marina de Pompeya donde podemos leer: “Si alguien se sienta aquí, que lea esto primero: si alguien quiere un polvo, debe buscar a Attice, ella cuesta cuatro sestercios[6]”. Por regla general, las prostitutas se encontraban en la calle, tratando de atraer a potenciales clientes al burdel. Para ello, además de las túnicas de colores ya mencionadas, llevaban el pelo teñido de colores como el azul, el naranja o el rojo, y se maquillaban generosamente[7]. Este tipo de vestuario, junto con el excesivo uso del maquillaje, permitía a las prostitutas más viejas disimular su edad y su estado físico, consiguiendo atraer clientes.
El burdel contaba con diversas estancias, siendo las principales las pequeñas cellae en las que daban sus servicios, y se decoraba con todo tipo de pinturas eróticas que mostraban a los clientes las especialidades de las rameras. Además, contaba con una zona de recepción que se abría hacia la calle, de la que la separaba la cortina. En el interior, las prostitutas se movían con total libertad, tratando de exhibirse ante sus potenciales clientes. Se encontraba regentado por el leno, el encargado de llevar el negocio y quien se quedaba con gran parte de los ingresos de las prostitutas. De cualquier forma, el burdel no era el único lugar en el que se ejercía la prostitución. Muchas rameras no contaban con la protección de un proxeneta, sino que trabajaban de forma callejera, exhibiéndose en distintos puntos de la ciudad, lo que hacía su actividad más peligrosa ya que eran más vulnerables a posibles abusos. Estas mujeres no contaban, en la mayor parte de los casos, con un lugar en el que mantener relaciones sexuales, por lo que debían alquilar cuartos en las tabernae o, directamente, buscar un rincón oscuro de algún callejón para ello. Asimismo, otro espacio donde era muy fácil encontrarse con prostitutas era en los cementerios, situados en las vías afuera de la ciudad, donde algunas de ellas ejercían su oficio. Estas prostitutas, llamadas bustuariae, ejercían en las necrópolis por el hecho de que durante el día eran contratadas como plañideras que se lamentaban en los entierros, lo que facilitaba los contactos con posibles clientes. Además, dentro de los cementerios las ordenanzas municipales de las ciudades no se aplicaban, los que les daba más libertad en sus movimientos y en sus atuendos, excitando aún más la curiosidad de todos aquellos que deseaban contratar sus servicios.
Para referirse a las prostitutas se usaban varias palabras, que hablan de las diferencias que existían entre las mismas. La primera que encontramos es la meretrix, aquella mujer que se ganaba la vida ella misma y que no necesitaba un proxeneta para ejercer su oficio, el cual realizaba de forma temporal. A continuación, estaba la prostituta, que vendía o alquilaba su cuerpo por horas y, en su mayoría, entregaban sus ingresos a algún proxeneta que gestionaba su oficio. Las prostitutas eran, habitualmente, mujeres que carecían de medios para ganarse la vida de otra forma o esclavas obligadas a ejercer como rameras en los burdeles por orden de sus amos. Asimismo, la prostitución podía ser ejercida por ciertas mujeres libres, además de mendigas y aquellas que contaban con antecedentes penales. Igualmente, podían caer en la prostitución las jóvenes violadas, marginadas por la sociedad (ya que se las culpaba a ellas de la violación en vez de a su agresor), o mujeres emancipadas que deseaban su independencia económica y no conocían otra profesión. En el caso concreto de la violación, fue la propia ley romana (especialmente a lo largo del Bajo Imperio, con legislaciones como el Codex Theodosianus) la que consagró esta idea de culpabilidad de la víctima. Distinguían claramente entre las mujeres que provocaban, con su comportamiento, la violación y las que habían sido forzadas contra su voluntad, reconociendo en la mayor parte de estas a muchachas vírgenes. En los casos en los que se las encontraba culpable, eran castigadas ya que se consideraba que cometían un delito al no haberse defendido o alertado a otros de la violación. De ahí que, muchas jóvenes que sufrieron este tipo de abusos sexuales quedaran estigmatizadas para el resto de la sociedad, que las despreciaba y culpabilizaba, empujándolas así a la prostitución o a la mendicidad.
Igualmente, existían diferentes categorías de prostitutas, según los ingresos obtenidos. La primera de ellas era la cortesana, una profesional de lujo que establecía con un único cliente una relación prolongada y muy íntima[8]. Podían firmar contratos con ellos, en los que acordaban el tiempo estipulado que la cortesana debía estar con su cliente, al que respetaba como si se hubiesen desposado aunque, evidentemente, no fuese así[9]. A continuación, podemos encontrar a las mesoneras, que no eran prostitutas como tal -puesto que este oficio no era su único modo de vida- sino que satisfacían a los clientes que buscaban alojamiento en su establecimiento, formando el sexo solo una parte de todos los servicios que ofrecían. De todo ello da buena cuenta el thermpolium de Atticus, en Pompeya, donde encontramos la inscripción: “Me follé a la camarera”, atribuible a algún cliente satisfecho. Asimismo, las leyes trataron de establecer las condiciones en que estas mesoneras ejercían el oficio de la prostitución:
“Si teniendo alguna una hostería tuviera en ella mujeres que comercian con su cuerpo, como muchas suelen tener prostitutas, so pretexto del servicio de la hostería, se ha de decir que también esta se haya comprendida en la denominación de alcahueta.” (Ulpiano, Digesto, 23, 2, 43.)
Tras ellas estaban aquellas mujeres que, sin ser prostitutas como tal, ejercían de una forma esporádica puesto que su posición económica era muy precaria y así complementaban sus ingresos[10]. Y, en último lugar, estaban las esclavas ya mencionadas, a las que se obligaba a vivir dentro del burdel y a trabajar como prostitutas, con lo que eran explotadas sexualmente por los dueños de los lupanares[11].
El precio que cobraban estas personas por sus servicios podía variar. Cobraban por adelantado un precio que variaba entre los dos ases como mínimo (una cantidad irrisoria, con la que podías comprar un vaso de vino barato), y dieciséis (el equivalente a un denario de plata), como máximo, aunque no existían tarifas fijas[12]. Evidentemente, las cortesanas de lujo cobraban mucho más dinero, pero quedaban directamente ligadas de una forma muy estrecha con su cliente, manteniendo casi una relación de tipo unilateral. Destacar que ciertas especialidades como la fellatio tenían una tarifa más elevada que se cobraba aparte. De cualquier forma, las tarifas de las prostitutas eran por lo general sumamente asequibles, algo que sin duda contribuyó al constante auge del negocio.
Sin duda, el uso y consumo de la prostitución fue algo muy frecuente en el Imperio Romano, pese a la consideración de infame que tenían las meretrices. Sin embargo, no fueron solo mujeres quienes la ejercieron. La homosexualidad, se encontrase vinculada o no con la prostitución, también estaba bastante extendida. Era frecuente tener un favorito o un grupo de jóvenes esclavos con los que el hombre disfrutaba manteniendo relaciones sexuales, siempre con una postura activa en sus actos (o, al menos, eso es lo que hacían creer públicamente). La mejor prueba vuelve a estar en Pompeya, donde en el thermopolium o burdel de Innulus y Papilio encontramos la siguiente frase: “Llorad, chicas. Mi pene ha renunciado a vosotras. Ahora perfora el trasero de los hombres. Adiós, maravillosa feminidad[13].” Así pues, lo que estaba realmente mal visto en la sociedad romana no era la homosexualidad en sí, sino el mantener relaciones sexuales con hombres o muchachos libres, por lo que quien pretendía mantenerlas “sin vergüenza” debía ejecutarlas con esclavos (ya fuese con los que viviesen en su casa o con aquellos obligados a prostituirse en los burdeles). Así pues, aunque la imagen de la prostitución en el mundo romano siempre se vincule a las mujeres es cierto que existieron hombres que la ejercieron, ya fuesen por haber caído en las garras de la esclavitud o por ser muchachos sin recursos que vendían su cuerpo para sobrevivir. Parece además que los clientes de estos prostitutos no eran sólo hombres, sino que algunas mujeres también recurrían a sus servicios, estableciendo a veces una relación de favoritismo con ellos.
Sin duda, por lo que hemos visto, la peor acusación que un ciudadano le podía hacer a otro era la de ser poco viril, actuando pasivamente en el amor ya que se creía que debía mantener siempre un papel activo, de tal forma que no pudiese someterse a nadie. Por tanto, el realizar determinadas prácticas como la fellatio[14] o el cunnilingus, estaba mal visto ya que conllevaba adoptar un rol de inferioridad. Pese a todo, prácticas como las mencionadas se reflejaron de forma frecuente en el arte, por lo que debían realizarse con suma frecuencia[15].
Tras este breve repaso por el mundo de la prostitución en Roma podemos extraer varias interesantes conclusiones. La primera de ellas, se corresponde con la idea que tuvieron los propios romanos acerca de esta actividad y sobre quienes la ejercían. Aunque consentida y permitida, la consideración social que tuvieron las prostitutas en el mundo romano las hizo pertenecer a la categoría de infames, personas sin ninguna dignidad o moral. Y es que aun cuando su trabajo era considerado muy importante para la sociedad, ya que alejaba a los hombres del adulterio y protegía a las mujeres decentes de la lujuria de los mismos, las rameras eran despreciadas por vender su cuerpo. Esta idea convertía a los lupanares en verdaderos antros que contribuían al desahogo de toda clase de instintos sexuales y que, según la mentalidad romana, evitaba las infidelidades – pues solo se consideraba infidelidad mantener relaciones sexuales extra maritales con “mujeres respetables”.
Asimismo, la ley no perseguía a aquellos que ejercían la prostitución ya que se consideraba que no cometían ninguna clase de delito. No obstante, sí que se hacía carecer de ciertos derechos a las prostitutas, ya que se les prohibía contraer matrimonio con hombres libres, no podían redactar testamento o recibir herencias, entre otras cuestiones. Sin embargo, y a la vez que contaban cada vez con menos protección, sus servicios comenzaron a ser gravados por el Estado, teniendo que abonar fuertes impuestos para poder ejercer su oficio. Igualmente, tenían que inscribirse en registros oficiales, de tal manera que el Estado romano podía tenerlas controladas. Con ello, vemos como la prostituta quedaba desprotegida y marginada social y jurídicamente, lo que contribuía que pudiese sufrir abusos físicos por parte de clientes o de cualquiera que desease increparlas, convirtiéndolas en alguien muy vulnerable[16].
En cuanto a las ganancias que obtenían, ya hemos visto que, en muchos casos, sus ingresos situaban a estas personas en los umbrales mismos de la supervivencia. Una prostituta en un burdel o realizando su trabajo en la calle ganaba muy poco dinero, obligándolas a realizar una gran cantidad de servicios cada noche para conseguir una cantidad que les permitiese vivir de una forma más o menos precaria[17]. Además, en el caso de que contase con un proxeneta, debía entregar la mayor parte de sus ingresos a este, de tal forma que a ella le quedaba una parte mínima. Y el alto número de relaciones sexuales, necesarias para conseguir una cantidad de dinero más o menos necesaria para la subsistencia, provocaba que fuesen susceptibles a contraer enfermedades venéreas o a sufrir embarazos, que en muchos casos acababan en abortos, en niños abandonados o criados en las mismas condiciones que sus madres. Todo ello, convertía a la prostituta en una figura muy vulnerable y desprotegida dentro de la sociedad romana. Por tanto, la situación de la prostituta romana, despreciada a la vez que requerida socialmente, nos plantea una realidad en la que imperaba la doble moral y que, sin duda, nos recuerda bastante a la misma que tenemos a día de hoy.
[1] Avial Chicharro, L. (2018) “Breve Historia de la Vida Cotidiana del Imperio Romano”. Nowtilus, p. 229.
[2] Avial Chicharro, L. (2018) “Breve Historia de la Vida Cotidiana del Imperio Romano”. Nowtilus, p. 229.
[3] MANZANO CHINCHILLA, G.A. (2012) “La “no mujer”: categorización social de la prostituta libre en Roma”. Antesteria, número 1, p. 29.
[4] MONTALBÁN LÓPEZ, R. (2016) “El oficio más antiguo del mundo”. Prostitución y explotación sexual en la Antigua Roma”. Raudem, Revista de Estudios de las Mujeres, vol. 4, p. 156.
[5] MANZANO CHINCHILLA, G.A. (2012) “La “no mujer”: categorización social de la prostituta libre en Roma”. Antesteria, número 1, p. 32.
[6] CIL VIII.1.1751.
[7] HERREROS, C. (2001) “Las meretrices romanas: mujeres libres sin derecho”. Iberia, número 4, p. 113.
[8] GONZÁLEZ GUTIÉRREZ, P. (2015) “Prostitutas y control de natalidad en el mundo grecorromano”. En HERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, P. et alii (coords.) Amor y Sexualidad en la Historia, Colección Temas y Perspectivas de la Historia, número 4, p. 144.
[9] MONTALBÁN LÓPEZ, R. (2016) “El oficio más antiguo del mundo”. Prostitución y explotación sexual en la Antigua Roma”. Raudem, Revista de Estudios de las Mujeres, vol. 4, p. 161.
[10] HERREROS GONZÁLEZ, C. y SANTAPAU PASTOR, M.C. (2005) “Prostitución y matrimonio en Roma: ¿uniones de hecho o de derecho?”. Iberia, número 8, p. 105.
[11] MONTALBÁN LÓPEZ, R. (2016) “El oficio más antiguo del mundo”. Prostitución y explotación sexual en la Antigua Roma”. Raudem, Revista de Estudios de las Mujeres, vol. 4, pp. 158-159.
[12]HERREROS, C. (2001) “Las meretrices romanas: mujeres libres sin derecho”. Iberia, número 4, p. 113.
[13] CIL I.2.20
[14] La felación y el cunnilingus implicaban contacto oral y poner a quienes la ejercían en una postura de sometimiento al otro. Por ello mismo, eran consideradas prácticas sucias y degradantes para los ciudadanos romanos y las matronas decentes que, en cambio, podían pedir a quienes ejercían la prostitución que las practicasen.
[15] MANZANO CHINCHILLA, G.A. (2012) “La “no mujer”: categorización social de la prostituta libre en Roma”. Antesteria, número 1, p. 30.
[16] MONTALBÁN LÓPEZ, R. (2016) “El oficio más antiguo del mundo”. Prostitución y explotación sexual en la Antigua Roma”. Raudem, Revista de Estudios de las Mujeres, vol. 4, p. 160.
[17] GONZÁLEZ GUTIÉRREZ, P. (2015) “Prostitutas y control de natalidad en el mundo grecorromano”. En HERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, P. et alii (coords.) Amor y Sexualidad en la Historia, Colección Temas y Perspectivas de la Historia, número 4, p. 139.
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