La representación política (II): Hanna Pitkin y los muchos rostros de la representación
En el artículo anterior de esta serie analizamos una teoría muy concreta acerca de la representación política (la teoría de la representación virtual), circunscrita a un ámbito claramente limitado y con unos objetivos relativamente modestos. Analizar la representación virtual nos ofrece, evidentemente, algunas pistas sobre qué es la representación política, pero no nos permite elaborar una teoría general acerca de la misma. Pensemos en el ejemplo clásico: si le toco la cola a un elefante descubriré algunas cosas sobre los elefantes (para empezar, que pertenece a la categoría de cosas que tienen cola). Sin embargo, si alguien me preguntara qué son los elefantes, mi explicación no le serviría de mucho, pues tanto podría valer para los elefantes como para los caballos.
¿Qué es entonces la representación política? En 1967, la teórica política Hanna Pitkin publicaba un libro, titulado El concepto de la representación, en el que trataba de responder a esta pregunta. Pitkin, muy influida por la filosofía del lenguaje de su época, sostiene que existe un concepto general y unificado de la representación, cuyo contenido (sus condiciones necesarias y suficientes) es posible esclarecer apelando a nuestras intuiciones lingüísticas sobre cuándo resultado adecuado hablar de “representación” y cuando no. Hoy en día, esta visión del análisis conceptual despierta pocas adhesiones. Tanto la teoría de los conceptos sobre la que descansa, como su confianza en lo que nuestras intuiciones lingüísticas pueden mostrar, son altamente controvertidas.
¿Por qué discutir la teoría de Pitkin entonces? Básicamente, por dos razones. En primer lugar, porque una parte importante de la obra sigue despertando interés incluso si rechazamos las asunciones metodológicas de su autora. En la práctica, Pitkin procede distinguiendo entre diversas modalidades de representación política, cada una con sus propios problemas teóricos y normativos. Para alguien que dude de la existencia de un concepto unificado de representación, resulta sencillo reconstruir el libro de Pitkin como una investigación acerca de diversos conceptos de representación, cada uno con una función distintiva. La segunda razón es que la obra de Pitkin ha tenido una influencia incalculable en las discusiones contemporáneas sobre la representación política. Sólo por esto ya merecería la pena discutir sus ideas.
De acuerdo con Pitkin, el universo de la representación se divide fundamentalmente en dos campos. Por un lado, tenemos una concepción activa de la representación (como “acting for” en palabras de la autora). Por el otro, encontramos una concepción pasiva de la misma (como un mero “standing for”). ¿En qué consiste exactamente esta distinción? ¿Por qué es relevante?
Consideremos los siguientes ejemplos: la figura del león representa la ciudad de Singapur, la reina de Inglaterra representa la grandeza de la Commonwealth y la bandera de Estados Unidos representa los valores de la libertad y la igualdad. Todos estos son casos de representación, en los que algo que no está literalmente presente se nos aparece a través de otro objeto. Y sin embargo, ni el león ni la reina ni la bandera tienen que realizar ninguna acción especial para que esto suceda – en el caso de la bandera, por razones obvias. Es en este sentido, que esta forma de representación (que Pitkin denomina representación simbólica) es pasiva. Lo único que se necesita es que un grupo suficientemente amplio de individuos crean que existe una conexión entre el objeto representado y el objeto representante. De este modo, si X representa simbólicamente Y o no dependerá exclusivamente de los estados mentales de un determinado grupo de personas.
Otro ejemplo de representación pasiva es la representación descriptiva. De nuevo, este tipo de representación no exige necesariamente ningún tipo de actividad especial, sino que lo importante es que existan relaciones de similitud entre los representados y sus representantes. En palabras de John Adams, uno de los Padres Fundadores, las asambleas legislativas deberían constituir “un retrato exacto, aunque en miniatura, de los electores” [i]. Cuando decimos que un grupo, encargado de tomar decisiones – políticas o de otro tipo – carece de representatividad, es a este sentido de representación al que nos estamos aferrando (por ejemplo, cuando nos quejamos de la composición de un Gobierno compuesto únicamente – o mayoritariamente – por hombres).
Tanto la representación simbólica como la descriptiva son ejemplos de representación pasiva. Para que se den, los representantes no deben realizar ninguna acción correcta. En el caso de la representación simbólica, porque ni siquiera es necesario que los representantes sean agentes de carne y hueso; tanto vale la reina de Inglaterra como un trozo de tela con barras y estrellas. En el caso de la representación descriptiva, porque lo que hace que haya descripción es que exista una similitud entre los representados y sus representantes. Es la relación de similitud la que determina, en última instancia, si se da o no esta modalidad de la representación. Las acciones del representante servirán, en el mejor de los casos, para establecer uno de los términos de la relación.
Pasemos ahora a la representación activa. Pitkin divide esta categoría en dos modalidades: la representación formal y la representación sustantiva. La primera es relativamente sencilla: cuando acudimos al notario y autorizamos a un tercero a hablar en nuestro nombre, este se convierte en nuestro representante formal. Siguiendo una serie de procedimientos formales, el representante ha adquirido una serie de poderes y derechos, estableciendo una relación cuya fuente última es nuestro consentimiento: en la representación formal, el representante comienza a actuar como tal cuando así lo autorizamos y deja de serlo cuando retiramos la autorización. Si yo autorizo a mi mejor amigo para que hable en mi nombre en el funeral de un familiar, y este se dedica a proferir groserías variadas, hay un sentido en el que mi amigo está actuando como mi representante. Evidentemente, es un mal representante, pero un representante al fin y al cabo. Yo lo autoricé, y hasta que no lo desautorice la relación formal sigue vigente.
Ahora bien, hay también un sentido menos formal en que mi amigo no me está representando, puesto que no está promoviendo mis intereses ni mi voluntad (asumimos, por supuesto, que yo no quería que mi amigo comenzara a insultar a los asistentes al funeral). Esto se corresponde con la última variedad de representación, la representación sustantiva. De acuerdo con Pitkin, X representa sustantivamente a Y si actúa con el objetivo de promover, en el largo plazo, los intereses o los deseos de Y.
La distinción entre la representación formal y la representación sustantiva es útil para entender qué ocurre cuando decimos que nuestros representantes políticos no nos representan. En un sentido, esto es obviamente falso: existe un entramado institucional y procedimental que determina quiénes son, en un sentido formal, nuestros representantes. Y los políticos, lo son – por lo menos siempre que se hayan ceñido a los procedimientos correspondientes. Legalmente, sus acciones tendrán repercusiones sobre nosotros, nos parezca bien o no [ii]. En otro sentido, no obstante, el eslogan puede ser cierto. Concretamente, cuando nuestros representantes (formales) no nos representan (sustantivamente).
Según Pitkin, tanto la representación formal como la representación sustantiva requieren que las acciones del representante sean atribuibles al representado. ¿Qué significa esto? Cuando nuestros representantes políticos votan una determinada medida, solemos afirmar que, por extensión, esa elección la hemos tomado nosotros. Pero esto puede significar al menos dos cosas. En primer lugar, puede ser simplemente una manera de decir que nosotros vamos a asumir las consecuencias normativas derivadas de las acciones de nuestros representantes. O lo que es lo mismo, que resulta permisible para ellos imponernos las consecuencias de ciertas acciones. Pitkin, no obstante, rechaza que este sea el tipo de atribución que caracteriza la representación formal y la representación sustantiva, pues hay muchos individuos (los jueces, por ejemplo) que pueden legítimamente imponernos las consecuencias de sus acciones (cuando el juez firma la sentencia, las consecuencias que ello implica recaen sobre el acusado y no sobre el propio juez) sin ser por ello nuestros representantes. A su juicio, en ambos casos lo que se atribuye es la acción misma. ¿Pero esto qué querría decir? Lamentablemente, Pitkin no es muy clara al respecto. No obstante, una posibilidad es la siguiente: supongamos que existe un cierto tipo de acciones – llamémoslas acciones institucionales – que no pueden reducirse a las acciones más básicos de un individuo concreto. Por ejemplo, cuando mi representante firma un documento en mi nombre, es él quien está moviendo el bolígrafo sobre el papel y sería irracional atribuirme a mí esa acción básica. Sin embargo, si suponemos que firmar es una acción institucional, podríamos afirmar que yo estaría literalmente firmando el documento, al no ser esta acción reducible al movimiento del bolígrafo sobre el papel (por mucho que esto gesto pudiera ser una condición necesaria).
En todo caso, uno podría preguntarse, ¿qué necesidad hay de escoger cuál de los dos tipos de atribución se corresponde con la representación sustantiva? Si aceptamos que la representación sustantiva requiere atribución de algún tipo, y que la distinción trazada en el párrafo anterior identifica una distinción interesante, ¿por qué no aceptar que puedan darse ambos tipos de atribución?[iii]. La respuesta es que Pitkin, por las razones metodológicas anteriormente mencionadas, cree que la atribución relevante es la que se encuentra en casos de representación sustantiva y sólo en ellos. Pero, si renunciamos a esta asunción, una visión pluralista parece más satisfactoria. Ello nos permitiría hablar, sin mucho problema, de la representación de los niños o de las generaciones futuras.
El concepto de la representación es, en general, una obra muy ambiciosa. Personalmente, creo que no logra su objetivo principal (identificar el contenido del concepto de representación). Pero esto no debería impedirnos apreciar las aportaciones valiosas de la obra, algunas de las cuales espero que hayan quedado adecuadamente presentadas en este texto.
[i] Citado en Pitkin, Hanna. 1967. The Concept of Representation. Berkeley y Los Angeles: University of California Press, 61.
[ii] Otra cuestión es si, moralmente, nosotros seguimos teniendo razones para obedecer sus directrices (o, como mínimo, si estas razones se han visto afectadas en algún sentido).
[iii] Puesto que el objetivo del artículo es divulgativo y no polémico, asumiré sin mucha discusión estos supuestos.
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